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Por Alejandro Horowicz
Periodista, escritor y docente universitario
Un postulado axiomático aceita el funcionamiento de la política globalizada: Cuanto más poderoso es el sistema financiero internacional más débil es el marco normativo de la regulación política, menor importancia tiene el orden institucional vigente (la calidad de las instituciones se vuelve una “formalidad” que ya no se tiene demasiado en cuenta) y, por cierto, la calesita electoral arrima “soluciones” que se someten, sin debate publico, al interés del capital financiero.
Por tanto, funcionarios del sistema bancario se hacen cargo de la “administración económica” bajo el neutral ropaje de especialistas sin partido, más allá de que hayan sido votados por los ciudadanos. Dicho con brutal desparpajo: la democracia constitucional en Europa pasa de ser el sistema donde la mayoría “decide quién decide” al orden donde el parlamento sustituye la voluntad soberana del pueblo, y los bancos condicionan –para poder cobrar sus acreencias– el uso de los instrumentos de la política económica. La degradación de lo que Europa constituyó a través de su historia como orden político (desde el ágora griega, pasando por la Revolución Francesa, hasta el Parlamento Comunitario), gana el centro de la escena; y la nueva abre paso a la más horrible de las distopías: la bancocracia mundial, un sistema que sin la menor contemplación lleva adelante el ajuste a escala planetaria, sin mayor resistencia política popular.
Dicho de otro modo, en el nuevo programa global el único interés legítimo es el bancario, y los otros sólo se consideran si no contraviene su necesidad estructural. Por eso discursivamente adopta la siguiente formulación: “El capitalismo no funciona sin bancos.” Entorpecer ese interés equivale a trastada anticapitalista infantil, ya que no existe ningún después del capitalismo, puesto que se constituye en verdadero fin de la historia. Ya no se trata de la vieja hipótesis hegeliana que Francis Fukuyama, politólogo conservador norteamericano, pusiera en boga en los años ochenta, sino de un límite intraspasable. Nadie, mejor dicho, nadie socialmente significativo, imagina otra cosa. Las fobias más primitivas (desconfianza al extranjero, use o no chador; racismo explícito, bajo la forma de defensa de los puestos de trabajo; retroceso de la laicización de la sociedad civil, tanto en la conquistas feministas como el derecho al gobierno del cuerpo por parte de las mujeres; la insoportabilidad de la diferencia, en todos los sentidos posibles, desbasta los contenidos de la democracia formal) antes condenadas a integrar bolsones desprestigiados de la política, reconquistan su derecho al “libre examen”. En uno de los extremos la pregunta sobre los “errores de Hitler” se abre paso. En el otro, se trata de saber cuántos europeos están dispuestos a volverse chinos ¿Y qué clase de orden social sería ese a la postre?
Tanto Grecia como España, en el ínterin, avanzan hacia un “ajuste sin anestesia”, que ya se ejecutara en Irlanda, lo que supone que las vallas de contención que el estado de bienestar había construido, y que todavía sobreviven malheridas, serán definitivamente eliminadas. Esa es la señal que envía Mariano Rajoy a los mercados cuando congela el salario mínimo. Es decir, desreferencializa la estructura salarial de los demás precios que se transan en el mercado, y al hacerlo la política de reducción del salario real –que en la Unión Europea era casi una desconocida– reingresa a caballo del encrespamiento de la crisis, como eje de la “nueva solución” conservadora.
El círculo virtuoso, de cumplirse, debiera permitir a los Pigs (Portugal, Irlanda, Grecia y España, por sus iniciales en inglés) acceder a un financiamiento más acorde con sus posibilidades de repago. Sin embargo, nada de eso viene pasando, cada día las tasas de interés son más elevadas, las calificadoras de riesgo –más allá de alguna frase suelta de Angela Merkel– prosiguen su política de condicionar las decisiones. El gobierno de los mercados es estimulado, mediante la recalificación del rango de seguridad que ofrecen los títulos soberanos de la deuda europea, y cada nueva recategorización hacia la baja justifica el alza de las tasas de interés, ya que el riesgo de no pago aumenta. Es un perro que se muerde la cola: mayor riesgo supone mayor presión de las calificadoras, mayor presión impulsa la suba de las tasas de interés, y el aumento de las tasas indudablemente incrementa el riesgo. El torniquete se termina de ajustar y el plano inclinado de la situación se desplaza sin resistencia política, no estoy diciendo sin protesta, por esta calle de mano única.
LA SITUACIÓN ARGENTINA. El orden político que la sociedad argentina construyó como respuesta a la crisis del ’30 y a la II Guerra Mundial, fue destruido entre 1975 y 2001. Los partidos populares fueron vaciados y ganara quien ganara entre 1983 y 2001 daba igual. Los mismos funcionarios hacían lo mismo desde el quinto piso del Palacio de Hacienda. Con Carlos Menem o con Fernando De la Rúa, la política de Domingo Cavallo siguió su ruta hasta el estallido, la democracia de la derrota nos arrimó el que se vayan todos. No se fueron; para remplazarlos es preciso reconfigurar el orden político, transformar esas “cáscaras vacías” en organismo vivos; y los remedos de militancia setentista, en nueva dinámica política; y los disvalores menemistas del sálvese quien pueda deben leerse con criterio más realista: nadie se realiza en una sociedad que no se realiza, ningún orden posee lo que no le garantiza a tod@s sus integrantes. El horizonte country no sólo resulta cínico e insensible, sobre todo es estúpido e incapaz, ya que no permite resolver nada porque no se propone tal cosa.
La labilidad del orden político nacional –para los lectores de esta columna– no es precisamente una novedad, y la salud de la presidenta en consecuencia resulta un dato político relevante. En este contexto los intercambios entre la CGT y el Poder Ejecutivo cobran un nuevo cariz. Las direcciones sindicales de los trabajadores no son su conducción política, pero representan sus intereses inmediatos. Las condiciones en que los trabajadores defienden sus salarios, con la lógica de las paritarias, es adecuada; las paritarias deben ser el escenario donde dos intereses antagónicos –de los empresarios, de los trabajadores– faciliten una resultante eficaz: una nueva matriz para la distribución del ingreso nacional.
La democratización de la actividad sindical no sólo es un valor abstracto, sino un instrumento político concreto. La democracia sindical impone un reparto de la torta más igualitario, y por tanto, la ganancia empresaria no puede ser sino resultado de una política de inversión sostenida. Sin incrementar la productividad social del trabajo, mediante nuevos equipos que remplacen los obsoletos, el principal recurso de la ganancia empresarial sigue siendo la disminución del salario obrero. Ese modelo puede salvar el negocio de un patrón marginal, pero de ningún modo contiene una salida sudamericana. Por eso la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, impulsa el piso salarial hacia arriba, mientras Rajoy hace exactamente lo contrario. Esos instrumentos los conoce sobradamente la sociedad argentina, y sus consecuencias también.
Por eso los conservadores de toda laya prefieren “burócratas corrompidos” en lugar de sindicalistas representativos, y por eso los defensores de una política más popular exigen poner fin al reinado de los sobrevivientes del menemismo sindical. En derredor de esa batalla la sociedad argentina reconstruirá un orden político democrático; orden donde el márketing electoral vuelva a ser remplazado por la estrategia política, y donde la confección de un nuevo programa sudamericano reoriente el provincialismo de las constelaciones partidarias organizadas en torno a una figura nacional.
En esa dirección marchamos, nos impulsa la crisis global.
Tiempo Argentino-02/01/12
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Por Alejandro Horowicz
Periodista, escritor y docente universitario
Funcionarios del sistema bancario se hacen cargo de la “administración económica” bajo el neutral ropaje de especialistas sin partido, más allá de que hayan sido votados por los ciudadanos.
Un postulado axiomático aceita el funcionamiento de la política globalizada: Cuanto más poderoso es el sistema financiero internacional más débil es el marco normativo de la regulación política, menor importancia tiene el orden institucional vigente (la calidad de las instituciones se vuelve una “formalidad” que ya no se tiene demasiado en cuenta) y, por cierto, la calesita electoral arrima “soluciones” que se someten, sin debate publico, al interés del capital financiero.
Por tanto, funcionarios del sistema bancario se hacen cargo de la “administración económica” bajo el neutral ropaje de especialistas sin partido, más allá de que hayan sido votados por los ciudadanos. Dicho con brutal desparpajo: la democracia constitucional en Europa pasa de ser el sistema donde la mayoría “decide quién decide” al orden donde el parlamento sustituye la voluntad soberana del pueblo, y los bancos condicionan –para poder cobrar sus acreencias– el uso de los instrumentos de la política económica. La degradación de lo que Europa constituyó a través de su historia como orden político (desde el ágora griega, pasando por la Revolución Francesa, hasta el Parlamento Comunitario), gana el centro de la escena; y la nueva abre paso a la más horrible de las distopías: la bancocracia mundial, un sistema que sin la menor contemplación lleva adelante el ajuste a escala planetaria, sin mayor resistencia política popular.
Dicho de otro modo, en el nuevo programa global el único interés legítimo es el bancario, y los otros sólo se consideran si no contraviene su necesidad estructural. Por eso discursivamente adopta la siguiente formulación: “El capitalismo no funciona sin bancos.” Entorpecer ese interés equivale a trastada anticapitalista infantil, ya que no existe ningún después del capitalismo, puesto que se constituye en verdadero fin de la historia. Ya no se trata de la vieja hipótesis hegeliana que Francis Fukuyama, politólogo conservador norteamericano, pusiera en boga en los años ochenta, sino de un límite intraspasable. Nadie, mejor dicho, nadie socialmente significativo, imagina otra cosa. Las fobias más primitivas (desconfianza al extranjero, use o no chador; racismo explícito, bajo la forma de defensa de los puestos de trabajo; retroceso de la laicización de la sociedad civil, tanto en la conquistas feministas como el derecho al gobierno del cuerpo por parte de las mujeres; la insoportabilidad de la diferencia, en todos los sentidos posibles, desbasta los contenidos de la democracia formal) antes condenadas a integrar bolsones desprestigiados de la política, reconquistan su derecho al “libre examen”. En uno de los extremos la pregunta sobre los “errores de Hitler” se abre paso. En el otro, se trata de saber cuántos europeos están dispuestos a volverse chinos ¿Y qué clase de orden social sería ese a la postre?
Tanto Grecia como España, en el ínterin, avanzan hacia un “ajuste sin anestesia”, que ya se ejecutara en Irlanda, lo que supone que las vallas de contención que el estado de bienestar había construido, y que todavía sobreviven malheridas, serán definitivamente eliminadas. Esa es la señal que envía Mariano Rajoy a los mercados cuando congela el salario mínimo. Es decir, desreferencializa la estructura salarial de los demás precios que se transan en el mercado, y al hacerlo la política de reducción del salario real –que en la Unión Europea era casi una desconocida– reingresa a caballo del encrespamiento de la crisis, como eje de la “nueva solución” conservadora.
El círculo virtuoso, de cumplirse, debiera permitir a los Pigs (Portugal, Irlanda, Grecia y España, por sus iniciales en inglés) acceder a un financiamiento más acorde con sus posibilidades de repago. Sin embargo, nada de eso viene pasando, cada día las tasas de interés son más elevadas, las calificadoras de riesgo –más allá de alguna frase suelta de Angela Merkel– prosiguen su política de condicionar las decisiones. El gobierno de los mercados es estimulado, mediante la recalificación del rango de seguridad que ofrecen los títulos soberanos de la deuda europea, y cada nueva recategorización hacia la baja justifica el alza de las tasas de interés, ya que el riesgo de no pago aumenta. Es un perro que se muerde la cola: mayor riesgo supone mayor presión de las calificadoras, mayor presión impulsa la suba de las tasas de interés, y el aumento de las tasas indudablemente incrementa el riesgo. El torniquete se termina de ajustar y el plano inclinado de la situación se desplaza sin resistencia política, no estoy diciendo sin protesta, por esta calle de mano única.
LA SITUACIÓN ARGENTINA. El orden político que la sociedad argentina construyó como respuesta a la crisis del ’30 y a la II Guerra Mundial, fue destruido entre 1975 y 2001. Los partidos populares fueron vaciados y ganara quien ganara entre 1983 y 2001 daba igual. Los mismos funcionarios hacían lo mismo desde el quinto piso del Palacio de Hacienda. Con Carlos Menem o con Fernando De la Rúa, la política de Domingo Cavallo siguió su ruta hasta el estallido, la democracia de la derrota nos arrimó el que se vayan todos. No se fueron; para remplazarlos es preciso reconfigurar el orden político, transformar esas “cáscaras vacías” en organismo vivos; y los remedos de militancia setentista, en nueva dinámica política; y los disvalores menemistas del sálvese quien pueda deben leerse con criterio más realista: nadie se realiza en una sociedad que no se realiza, ningún orden posee lo que no le garantiza a tod@s sus integrantes. El horizonte country no sólo resulta cínico e insensible, sobre todo es estúpido e incapaz, ya que no permite resolver nada porque no se propone tal cosa.
La labilidad del orden político nacional –para los lectores de esta columna– no es precisamente una novedad, y la salud de la presidenta en consecuencia resulta un dato político relevante. En este contexto los intercambios entre la CGT y el Poder Ejecutivo cobran un nuevo cariz. Las direcciones sindicales de los trabajadores no son su conducción política, pero representan sus intereses inmediatos. Las condiciones en que los trabajadores defienden sus salarios, con la lógica de las paritarias, es adecuada; las paritarias deben ser el escenario donde dos intereses antagónicos –de los empresarios, de los trabajadores– faciliten una resultante eficaz: una nueva matriz para la distribución del ingreso nacional.
La democratización de la actividad sindical no sólo es un valor abstracto, sino un instrumento político concreto. La democracia sindical impone un reparto de la torta más igualitario, y por tanto, la ganancia empresaria no puede ser sino resultado de una política de inversión sostenida. Sin incrementar la productividad social del trabajo, mediante nuevos equipos que remplacen los obsoletos, el principal recurso de la ganancia empresarial sigue siendo la disminución del salario obrero. Ese modelo puede salvar el negocio de un patrón marginal, pero de ningún modo contiene una salida sudamericana. Por eso la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, impulsa el piso salarial hacia arriba, mientras Rajoy hace exactamente lo contrario. Esos instrumentos los conoce sobradamente la sociedad argentina, y sus consecuencias también.
Por eso los conservadores de toda laya prefieren “burócratas corrompidos” en lugar de sindicalistas representativos, y por eso los defensores de una política más popular exigen poner fin al reinado de los sobrevivientes del menemismo sindical. En derredor de esa batalla la sociedad argentina reconstruirá un orden político democrático; orden donde el márketing electoral vuelva a ser remplazado por la estrategia política, y donde la confección de un nuevo programa sudamericano reoriente el provincialismo de las constelaciones partidarias organizadas en torno a una figura nacional.
En esa dirección marchamos, nos impulsa la crisis global.
Tiempo Argentino-02/01/12
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