Juan Manuel de Prada
Jesucristo no condenó nunca el dinero, ni siquiera a los ricos. El dinero está presente en su vida (sus discípulos llevaban una bolsa con monedas para los gastos corrientes) y en su predicación (recordemos, por ejemplo, la parábola de los denarios). Trató con familiaridad a algunos ricos (así, por ejemplo, al fariseo Simón, que lo acoge en su casa y lo invita a comer); y algunos de sus amigos más queridos eran, inequívocamente, hombres adinerados: pensamos, por ejemplo, en Nicodemo, que «acudía a Jesús de noche»; pensemos en Lázaro, que tal como nos lo presenta el pasaje de la Unción de Betania tenía que ser necesariamente un hombre de posición desahogada; pensemos, en fin, en José de Arimatea, propietario del sepulcro donde Jesús fue enterrado. Tampoco despacha Jesús con maldiciones al joven rico que se le acerca; tan sólo le pide que emplee sus caudales en empresas que le aseguren un «tesoro en los cielos». Jesús no execra el dinero cuando contribuye a aliviar la pobreza o cuando sirve para agasajar y honrar a un amigo; execra el mal uso del dinero, y como sabe que la debilidad humana propende a este mal uso lanza esa admonición que erróneamente se ha interpretado como una condena sumaria de la riqueza: «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el Reino de los Cielos».
Lo que Jesús condena es la adoración del dinero, su conversión en «ídolo de iniquidad», como lo denomina en la parábola del Administrador Infiel, que no se puede entender plenamente si no aceptamos que Jesús estaba dotado de un sentido del humor sarcástico y nada complaciente. Lo que se entiende diáfanamente es la enseñanza con la que Jesús concluye esta parábola: «No podéis servir a Dios y a las riquezas». ¿Y en qué consiste esta adoración de las riquezas? Consiste en sustituir la naturaleza real del dinero como instrumento de cambio (dinero que nos permite comprar bienes y producirlos) por una naturaleza de tipo espectral, en la que el dinero deja de representar cosas reales para convertirse en una fantasmagoría, que los adoradores del ídolo de iniquidad denominan ‘capital financiero’. Leonardo Castellani, en una de sus sabrosas prédicas domingueras, explica el nacimiento de esta fantasmagoría, ficción o estafa, convertida en dogma de fe por el capitalismo (ya se sabe que las idolatrías son falsificaciones de la religión): «El Banco de Inglaterra se fundó en esta forma: el rey Guillermo III necesitaba 1.200.000 esterlinas, y se las prestó un prestamista judío de Fráncfort llamado Rothschild, o sea, `escudo rojo´; con esta condición: el rey recibía esa cantidad en oro, y la debía a Rothschild; y Rothschild recibía autorización para emitir un millón y pico de billetes y prestarlos; eso se llamó ‘el activo’ del Banco. De modo que, ustedes ven, el dinero se ha multiplicado por dos: el rey tiene un millón y lo gasta; el Banco tiene otro millón y lo presta; y el rey sigue debiendo un millón de libras. Como el dinero representa bienes (y si no, ningún valor tiene) y se ha multiplicado por dos, y los bienes no se han multiplicado por dos, los bienes cuestan ahora el doble; y ese aumento, que va a parar a los cofres de Rothschild, lo paga el consumidor».
Sobre este enjuague tan graciosamente expuesto se funda la conversión del dinero en «ídolo de iniquidad». Y sobre esa idolatría fantasmagórica ha estado el mundo funcionando durante siglos, entregado a un culto plutoniano que ahora se desmorona. Los bancos, que tenían en depósito una cantidad de dinero real, han prestado dinero espectral (es decir, dinero que no existe, que los banqueros y los politiquillos que los sostienen llaman eufemísticamente ‘crédito’) por cantidades que lo multiplican por dos, y por cuatro, y por ocho, en la convicción de que la fantasmagoría no se iba a desmoronar, porque la pobre gente engañada por la idolatría tiene la experiencia de que, cuando va a recoger su dinero del banco, el banco se lo devuelve. Lo cual, naturalmente, no ocurriría si los depositantes acudieran en masa, acuciados por el pánico, a recoger su dinero; y, para que el pánico no se desate, los politiquillos respaldan a los bancos en la fantasmagoría, pero cargando ese respaldo en la deuda estatal, o sea, en las espaldas de los contribuyentes, convertidos en paganos en la doble acepción de la palabra: porque ponen la guita y porque creen en una idolatría inicua.
Hemos entregado nuestro dinero a una fantasmagoría y contribuimos a su sostenimiento con nuestros impuestos. Y esto es sólo el castigo que sufriremos en nuestra andadura terrenal; el otro castigo que nos aguarda es el que se reserva a los adoradores de Plutón.
XL SEMANAL (22-28 febrero 2009)
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Jesucristo no condenó nunca el dinero, ni siquiera a los ricos. El dinero está presente en su vida (sus discípulos llevaban una bolsa con monedas para los gastos corrientes) y en su predicación (recordemos, por ejemplo, la parábola de los denarios). Trató con familiaridad a algunos ricos (así, por ejemplo, al fariseo Simón, que lo acoge en su casa y lo invita a comer); y algunos de sus amigos más queridos eran, inequívocamente, hombres adinerados: pensamos, por ejemplo, en Nicodemo, que «acudía a Jesús de noche»; pensemos en Lázaro, que tal como nos lo presenta el pasaje de la Unción de Betania tenía que ser necesariamente un hombre de posición desahogada; pensemos, en fin, en José de Arimatea, propietario del sepulcro donde Jesús fue enterrado. Tampoco despacha Jesús con maldiciones al joven rico que se le acerca; tan sólo le pide que emplee sus caudales en empresas que le aseguren un «tesoro en los cielos». Jesús no execra el dinero cuando contribuye a aliviar la pobreza o cuando sirve para agasajar y honrar a un amigo; execra el mal uso del dinero, y como sabe que la debilidad humana propende a este mal uso lanza esa admonición que erróneamente se ha interpretado como una condena sumaria de la riqueza: «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el Reino de los Cielos».
Lo que Jesús condena es la adoración del dinero, su conversión en «ídolo de iniquidad», como lo denomina en la parábola del Administrador Infiel, que no se puede entender plenamente si no aceptamos que Jesús estaba dotado de un sentido del humor sarcástico y nada complaciente. Lo que se entiende diáfanamente es la enseñanza con la que Jesús concluye esta parábola: «No podéis servir a Dios y a las riquezas». ¿Y en qué consiste esta adoración de las riquezas? Consiste en sustituir la naturaleza real del dinero como instrumento de cambio (dinero que nos permite comprar bienes y producirlos) por una naturaleza de tipo espectral, en la que el dinero deja de representar cosas reales para convertirse en una fantasmagoría, que los adoradores del ídolo de iniquidad denominan ‘capital financiero’. Leonardo Castellani, en una de sus sabrosas prédicas domingueras, explica el nacimiento de esta fantasmagoría, ficción o estafa, convertida en dogma de fe por el capitalismo (ya se sabe que las idolatrías son falsificaciones de la religión): «El Banco de Inglaterra se fundó en esta forma: el rey Guillermo III necesitaba 1.200.000 esterlinas, y se las prestó un prestamista judío de Fráncfort llamado Rothschild, o sea, `escudo rojo´; con esta condición: el rey recibía esa cantidad en oro, y la debía a Rothschild; y Rothschild recibía autorización para emitir un millón y pico de billetes y prestarlos; eso se llamó ‘el activo’ del Banco. De modo que, ustedes ven, el dinero se ha multiplicado por dos: el rey tiene un millón y lo gasta; el Banco tiene otro millón y lo presta; y el rey sigue debiendo un millón de libras. Como el dinero representa bienes (y si no, ningún valor tiene) y se ha multiplicado por dos, y los bienes no se han multiplicado por dos, los bienes cuestan ahora el doble; y ese aumento, que va a parar a los cofres de Rothschild, lo paga el consumidor».
Sobre este enjuague tan graciosamente expuesto se funda la conversión del dinero en «ídolo de iniquidad». Y sobre esa idolatría fantasmagórica ha estado el mundo funcionando durante siglos, entregado a un culto plutoniano que ahora se desmorona. Los bancos, que tenían en depósito una cantidad de dinero real, han prestado dinero espectral (es decir, dinero que no existe, que los banqueros y los politiquillos que los sostienen llaman eufemísticamente ‘crédito’) por cantidades que lo multiplican por dos, y por cuatro, y por ocho, en la convicción de que la fantasmagoría no se iba a desmoronar, porque la pobre gente engañada por la idolatría tiene la experiencia de que, cuando va a recoger su dinero del banco, el banco se lo devuelve. Lo cual, naturalmente, no ocurriría si los depositantes acudieran en masa, acuciados por el pánico, a recoger su dinero; y, para que el pánico no se desate, los politiquillos respaldan a los bancos en la fantasmagoría, pero cargando ese respaldo en la deuda estatal, o sea, en las espaldas de los contribuyentes, convertidos en paganos en la doble acepción de la palabra: porque ponen la guita y porque creen en una idolatría inicua.
Hemos entregado nuestro dinero a una fantasmagoría y contribuimos a su sostenimiento con nuestros impuestos. Y esto es sólo el castigo que sufriremos en nuestra andadura terrenal; el otro castigo que nos aguarda es el que se reserva a los adoradores de Plutón.
XL SEMANAL (22-28 febrero 2009)
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